La comunión de los santos es el lanzo trascendental que une entre sí a los fieles vivos y difuntos en la unidad de un mismo cuerpo místico del cual Jesucristo es la cabeza y en la solidaridad de una misma vida. Esta solidaridad espiritual se extiende no solamente a la Iglesia militante, sino también a la doliente y a la triunfante.
En efecto, por su mediación cerca de Dios, los santos del cielo procuran a los fieles de la tierra, así como a las almas del purgatorio, un conjunto de gracias y de favores; recíprocamente, por la oración y las buenas obras, los fieles se unen a los elegidos en un culto de honor y amor y alivian las penas de las almas del purgatorio.
Los mismos ángeles están asociados a esta confraternidad de las almas: la conversión de un solo pecador es causa en el cielo de una gran alegría. Esta comunión en Cristo es un artículo del dogma.
Nuestros santos padres han querido que tengamos de ello una tal certeza, que lo han insertado en el Credo, símbolo de la profesión de la fe católica: "Creo en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia Católica, la comunión de los santos".
De esta manera en el acto mismo por el cual rendimos testimonio a Dios de nuestra fe añadimos el testimonio de nuestra fe en la comunión de la Iglesia, que es una con Él.
Sin excluir a nadie, el amor de Cristo abarca en su esposa la Iglesia a todo el género humano. El verdadero amor de la Iglesia exige, pues, no sólo que seamos en el mismo Cuerpo miembros unos de otros, llenos de mutua solicitud, miembros que deben alegrarse cuando otro miembro está en hora buena y sufrir con él cuando sufre, sino que exige también en los demás hombres que todavía no están unidos con nosotros en el Cuerpo de la Iglesia que sepamos reconocer a los hermanos en Cristo según la carne, llamados con nosotros a la misma salvación eterna.
Esta unidad orgánica proviene del Espíritu que une entre sí a todos los miembros por la caridad y que divide los ministerios y los cargos.