Pablo permaneció por espacio de dieciocho meses en Corinto. Esta larga etapa de su segundo viaje misionero fue para el apóstol una experiencia y un estímulo.
Por vez primera había puesto en contacto al cristianismo con el espíritu griego. A la independencia y al escepticismo del espíritu ático opuso la disciplina y el respeto a la tradición.
A su marcha en el año 52, la comunidad cristiana de Corinto era una iglesia modelo. Cuando se aleja de allí, Pablo no se olvida ningún momento de estos griegos venidos a Dios con un pasado pletórico de paganismo y escepticismo.
Varios problemas se planteaban a aquellos que se encontraban solos frente a la nueva fe, como qué actitud debían adoptar ante sus amigos o parientes paganos, o cómo conservar intacto el mensaje del Evangelio en un ambiente pagano.
Las enseñanzas de Pablo bastaban para que los fieles pudiesen hallar por sí mismos respuesta a estas preguntas. Le consultaron, a principios del año 55, cuando se agravaba la situación de las comunidades. Ciertos fieles tomaban partido por unos predicadores despreciando los demás, otros se encomendaban sólo a Pedro. Se oían quejas de los abusos de todo género que perturbaban las reuniones litúrgicas.
Desde Efeso, Pablo envía a sus amigos desamparados su primera epístola con toda una serie de consejos para apaciguarlos.
Los corintios se muestran sensibles a la doctrina de Pablo, pero los predicadores judaizantes ponen en peligro la unión predicada por el apóstol. Acusan al mismo Pablo. Él no ha visto a Cristo.
El apóstol hace un viaje relámpago a Corinto para intentar poner orden en la comunidad dividida. Después de su marcha, los ataques son aún más violentos. Envía a Tito a Corinto y, desde Macedonia, manda su segunda epístola.
Esta carta es un mensaje personal. Pone en ella todo su corazón. En la primera parte condena los incidentes habidos y ensalza la grandeza de su ministerio.