La orden de los benedictinos no es una orden cerrada en sí misma, ni tan sólo una federación de congregaciones nacionales, sino que son benedictinos todos los monasterios que se han adherido a la orden de San Benito.
El conjunto de congregaciones que siguen esta disciplina común formó un movimiento muy coherente y muy activo, adaptado a la vez a los distintos tiempos y lugares. A su cabeza está un Abad primado.
Cualquiera que sea su observancia, los monjes de la orden velan, rezan y estudian para realizar el ideal de San Benito.
El monje benedictino se considera como propiedad de Dios que lo ha dejado todo para pertenecerle y en este mundo no conoce más que la Regla y el Abad.
El programa de la vida benedictina comprende la obediencia, la práctica de la humildad, el silencio, las mortificaciones, la vida común, la pobreza y oración, siendo así el monje protegido del mundo.
Las únicas armas del ejército de Dios son el silencio y la soledad y sus ejercicios no son más que amor divino, trabajo en la obediencia y oración, que no excluye la contemplación sino que la completa, como las obras completan la fe.
La sociedad que concibió San Benito no es más que monástica, por ello el trabajo benedictino no se preocupa de aportar su ayuda al mundo, ya que es un trabajo de hombres que han escogido vivir en la más estricta sencillez. Tampoco es un ejercicio ascético.
El monje trabaja para sus hermanos y para dar limosna y este trabajo, manual y agrícola, es un elemento de renunciación.
También participa en la vida de la Iglesia y tiene conciencia de cumplir su deber apostólico mediante la oración y la contemplación.
Tras su claustro, el monasterio es el anticipo de la celestial Jerusalén y es un puente entre la Iglesia militante y la Iglesia triunfante.