Existen dos clases de bienaventuranzas, la celestial y la humana.
La bienaventuranza celestial es la posición perfecta del soberano bien y es el goce supremo de los bienaventurados.
La bienaventuranza humana en la posesión del bien que se ha querido o buscado y esta felicidad humana sólo da una idea relativa y lejana de la perfecta bienaventuranza.
Los filósofos de la antigüedad como Platón, Aristóteles, Cicerón o Plotino, entre otros, han estado siempre preocupados en la búsqueda de la bienaventuranza, del soberano bien, y entre todos, Platón es el que más se ha aproximado al concepto cristiano al llegar a la conclusión de que la felicidad no es de este mundo y que sólo puede existir en el otro.
El Antiguo Testamento nos habla casi exclusivamente de la bienaventuranza humana. Los bienes que dan la felicidad son un buen rey, una buena esposa y las recompensas o las bendiciones de Dios. Pero mucho tiempo después en la revelación de la nueva Ley, se forma definitivamente la idea del bien en su doble punto de vista de felicidad terrena y futura.
Nuestra felicidad en este mundo puede decirse que sólo depende de nosotros, pero la felicidad perfecta no puede encontrarse aquí en la tierra y es la finalidad de la vida futura a la cual podemos llegar, pues si pecando el hombre ha perdido la bienaventuranza, no ha perdido la facultad de recobrarla.
La encarnación de Cristo hace no solamente deseable, sino también posible la bienaventuranza eterna.
El Sermón de la Montaña contiene las bienaventuranzas, que son las ocho fórmulas que Jesús enseñó para obtener la verdadera felicidad. Se lo conoce como Las bienaventuranzas porque cada frase empieza por la palabra bienaventurados , donde Jesús resume toda su enseñanza, toda su ley de amor y nos muestra el fin al cual nos quiere conducir: la felicidad.
Lo podemos encontrar en el Evangelio de San Mateo en los capítulos 5, 6 y 7.