La conversión no es propiamente la iniciación, aunque sea voluntaria, de un nuevo creyente en la religión cristiana.
Es un acto, es el gesto del hombre que se vuelve deliberadamente hacia Dios.
La etimología de la palabra es "volverse al mismo tiempo", que indica que la mejor definición de convertirse es entrar en movimiento, tornar conjuntamente, en el mundo de los fieles del cual Dios es el centro.
La conversión exige un esfuerzo del hombre, y este esfuerzo no puede realizarse sin la gracia. Llamamos comúnmente convertidos a aquellos que vienen o vuelven a Cristo y a la Iglesia, unos después de un alejamiento total, los otros procedentes de otra religión o del ateísmo negativo.
El ritmo constante de las conversiones es un testimonio de la vitalidad de la Iglesia.
Actualmente las conversiones se mantienen o aumentan no sólo en los países de evangelización, donde todo cristiano nuevo es por definición un convertido, sino las religiones ganadas al protestantismo y al ateísmo.
Cuando una persona no tiene una creencia religiosa anterior, la conversión no le trae ningún problema aparejado ya que no pertenece a ninguna iglesia o comunidad, pero en caso que si la tuviera, el convertido se transforma además en un apóstata.
Un ejemplo de conversión cristiana es la que encontramos en el Nuevo testamento, en el libro de los Hechos de los apóstoles, cuando se narra lo que le sucedió a San Pablo cuando iba hacia Damasco.
La conversión hace que nuestra vida cambie radicalmente, que todo se empiece a ver de distintas formas, ya que Jesús está actuando sobre nosotros, y por lo tanto nuestros pensamientos, nuestros deseos, nuestro corazón, nuestros intereses, nuestras prioridades y nuestra moral comienza a cambiar. Y de este modo comenzamos a dar los primeros pasos hacia el camino de la salvación ya que nos convertimos en discípulos de Cristo.